29 junio 2010

Persecuciones lunáticas

“El camino de la verdad es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan”.

Confucio



Veía el tiempo fugarse, mientras que carecían de cambios mi mundo circundante y me agotaba de ver lo mismo todos los días; levantarme, ducharme, desayunar si alcanzaba, ver a la misma mujer en frente que siempre se burlaba de lo mal que hacía las cosas, es que, nada parecía marchar adecuadamente, como si nuestras funciones vitales fueran el centro del flujo intrínseco para poder existir, mientras que el resto, ya sea trabajo, comida, amigos, pareja, fuesen el complemento para que mi cuerpo se mantuviera en pie. Pero de que mi espíritu estaba muerto, lo estaba. En realidad vivía muerto porque el tiempo no me daba vida, no daba pasos. Para mí, un infeliz debió ser ese Crono: un detestable que te aprisiona en una realidad tan objetiva y fuera del pensamiento, del cual no te da respiro, ni siquiera es indulgente en lo que hace, es decir, alarga los tiempos fastidiosos y acorta los amenos ¿Qué clase de hombre era ese? Bueno, ninguno como nosotros, por eso es inmortal, para someternos en su capricho y nosotros aquí sin verlo, mientras se burla de sus séquitos. Y yo, uno más de ellos, he caído sometido ante él.



Caminaba por la calle Alameda con Santa Rosa, recién había salido del “Rincón Suizo”, lugar del que tengo costumbre de ir frecuentemente a beber. Afuera todo estaba repleto, las personas me pasaban a llevar: golpeándome el hombro y mirándome fijo. Y yo, ahí permanecía, era un estorbo para la corriente; a mi me gusta caminar lento por la calle, cosa que al resto le molesta, prefiero disfrutar el momento, porque tarde o temprano todos terminaremos encerrados en una caja, sin derecho a voz ni a voto, ni mucho menos al caminar libremente por la vereda tan atestada de la Alameda, todo eso se extrañará o quizá ni lo recordemos al llegar el momento crucial. Pensaba en eso camino al “paradero 9”, eran las once y cuarto, me lo puedo imaginar. Algo tambaleante era mi parada; como las luces que llegaban y no me dejaban entender el anunciado del recorrido. En desequilibrio levantaba el brazo para frenar el tránsito de los móviles, pero todo era en vano, el vidrio de un quiosco que al reflejo de la luz hacía efecto de espejo, me hizo entender el porque no frenaban las micros. Una me había parado, la tomé, dentro me azota un ambiente cálido distinto al de la intemperie… pero mis bolsillos no estaban.



- Por favor me lleva- le dije al chofer, el me mira con el ceño fruncido.

- Señor bájese, no puede pasar sin pagar- Me dice. En cuanto a mí, paso de todos modos. Camino por el pasillo.

- ¡Oye, te dije que te bajaras! ¡Bájate!- Yo me siento, y el chofer me abre todas las puertas y se detiene, entonces se suben más personas, el chofer camina hasta mi puesto, me agarra como un saco por los brazos y me hecha del transporte con ayuda de un tipo que se había subido al bus. Estaba mareado, caminaba por las calles, ahora las personas no me pasaban a llevar, sino que me evadían, me acuerdo cantar una canción que me enseño mi madre.







Un día Noé

a la selva fue,

puso los animales

alrededor de él.

El Señor está enfadado,

el diluvio va a caer.

"No os preocupéis,

que yo os salvaré". Y estaba el cocodrilo

y el orangután,

dos pequeñas serpientes

y el águila real.

El gato, el topo, el elefante,

no falta ninguno.

Tan sólo no se ve

a los dos micos.

Y gota a gota

empezó a llover

"¡Señor, que va a llover!"

"Pero no os preocupéis

¡que yo os salvaré!"



Me dolían las manos, mis manos ¡mira mis manos! Me las lavé mamá, pero están amarillas. Todo parecía oscurecerse ante mí, no se si mis ojos cerraban o mi mente apagaba, tal vez ambos. Me sentía ligero de cuerpo, cómo un niño. Era pequeño, saltaba las cuadrículas de las baldosas rojas, libre jugaba a gritarles a las personas y asustarlas aparentando ser unos de esos asesinos que veía por la televisión. Nadie compartía de mis juegos cómo yo. Se hizo tarde, lo noté porque mi ánimo decaía, me hecho al asfalto congelado, exhalaba aire y veía como se esfumaba mi aliento. No sentía mis pies ni mis manos. A lo lejos, veo un grupo de jóvenes. Eran jóvenes, creo…



- ¡Dame tu dinero!

- ¡Ah! Pero si no tengo – Reviso en mis bolsillos que no encontraba, mi acción fue muy tardía.

- Que me des tu dinero, deja ver que tienes en los bolsillos. ¡Eh! Tú, revisa - decía un niño, quizá de doce, no lo sé.

- No tiene nada – Le respondió el otro chico.

- ¡A ver, sale! Este no tiene nada. Maldito desgraciado – Entonces me escupe en la cara, me limpio el espeso fluido del rostro y lloraba por mi miseria.



Me empezó a dar arcadas, los golpes punzantes de esos preadolescentes parecían estremecer mi alma, me arrastraron hasta un callejón por los pies. Una luz me alumbraba, pareciera que grababan. Mi percepción de todo iba perdiéndose. Entendía que querían destrozarme, lo sentía como uno de ellos. Entonces uno se acerca y me patea la cara, luego mi estomago y mis partes débiles. Me desvistieron. El terror me aferraba, me hacía gritar, quedarme inmóvil: las imágenes eran ecos. La ira recorría mi cuerpo, frustrado, no podía hacer nada más que aletear mis extremidades, me sentía ardiendo, quería aniquilar a esos bandidos, degollarlos, partirlos en mil pedazos. A cambio de eso, me hallaba sin dignidad tirado en el cemento, sangrando, vomitando, sudado del espanto. Me atraparon de manera que ya no tenía capacidad de movimiento. No podía defenderme, veía nubloso, era tarde. De inmediato quede inconciente, para despertar con olor a estiércol, me veía bañado en café, mi piel estaba sucia, sentía bichos bajo la piel. Llovía y me ardía el cuerpo. Entre resaca, adormecimiento y convulsiones pase solo en algún callejón inhóspito, al grito nadie atendía mis suplicas. Era todo doloroso y confuso.



Volvió a pesarme el cuerpo, un perro me ladraba y aniquilaba mi cabeza. Olía a fermento de cerveza y sangre, mezclado con algo similar a un baño químico. Alguien pasa por el callejón, con mi último aliento suplico ayuda, me ve, me tapa con su casaca, agarra su celular, me hace una serie de preguntas que a penas contesté. Por fin sentía que podía descansar tranquilo y cierro mis ojos, me olvido de cada uno de mis organismos.



- Señora, su esposo esta mañana no respondía a estímulos, la ficha dice que cuando llegó tenía muestras de aliento etílico, y presenta múltiples lesiones: como hematoma en el estómago y nasal, además se asume un traumatismo encéfalo craneal, entre otros. Nosotros estamos haciendo lo que podemos para sanarlo – Sentía los sollozos de mi esposa ante la explicación del médico, una inyección me hizo lanzar un alarido, sentía que mi mujer trataba de lanzarse a mi pero los médicos le impedían tal acción.



Oír llorar a una mujer es lo peor que puedo sentir en la vida. Tanto sufrimiento causado por mí: ese tipo, que era yo, no valía la pena. Es que aún ella me quería y yo me daba cuenta tarde porque toda esta historia desaparecía: la camilla, los doctores, los aparatos, el olor a hospital. Nada quedaba, sólo la blancura de una sala y mi quietud. Sólo que esta vez, yo volvía a estar muerto luchando para detener esta melancolía, caramelos de distintos colores sanarán mis alucinaciones: como decía mi madre desesperada. Y ahora me encuentro con los brazos atados en una camisa de fuerza, encerrado en un cajón, pero para siempre.













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